
En setiembre 2015, Volkswagen protagonizó uno de los mayores escándalos corporativos de la historia reciente. Se descubrió que había instalado software en más de 11 millones de vehículos diésel para manipular las pruebas de emisiones contaminantes. Los autos pasaban los test en laboratorio, pero en la vida real emitían hasta 40 veces más óxidos de nitrógeno de lo permitido. El fraude fue detectado gracias a una investigación independiente liderada por la Universidad de West Virginia y el International Council on Clean Transportation (ICCT Eso llevó a detectar un software oculto (conocido como defeat device) que activaba un modo “limpio” solo cuando el sistema reconocía que estaba siendo evaluado. Volkswagen perdió más de US$30,000 millones como consecuencia directa del escándalo Dieselgate.
¿Qué falló?
Más allá del uso del software, lo que realmente falló fue la cultura de control interno y de cumplimiento. El sistema de compliance no tuvo la independencia ni la fuerza para detener una decisión corporativa que priorizó la rentabilidad y el posicionamiento de mercado por encima de la ética y la sostenibilidad.
¿Se pudo evitar?
Es probable que sí. Una estructura de control interno donde la función de cumplimiento y auditoría tenga autonomía real, acceso directo al Directorio y una cultura empresarial que valore la transparencia, pudo haber alertado y detenido esta práctica antes de que escalara.
¿Qué nos deja este caso?
El mayor riesgo no siempre es técnico: muchas veces es cultural. Si una organización margina al control interno o lo convierte en un simple checklist, abre la puerta al deterioro reputacional. Un entorno de cumplimiento fuerte, ético y respetado es tan importante como un buen producto y como la buena reputación de la marca.